Ángela Hernández da su respuesta definitiva a nacionalistas que le desean la muerte y la insultan

Caribbean Digital

Este es mi sentir
Antes que nada, mi eterna gratitud a todas las personas que han abrigado con una ola de afecto a esta mortal nada perfecta. Sus expresiones de solidaridad han formado una verde montaña en la que descanso mi cabeza.

Somos dados a ignorar que cuando enjuiciamos quedaremos reflejados en la sentencia o el dictamen que emitimos. Si alguien observa nuestras palabras con suficiente cuidado atisbará en ellas los contornos de nuestro espíritu, reflejos de nuestra personalidad sumergida. “De la abundancia del corazón habla la boca”, dice la sentencia bíblica. Nos alague o nos disguste, estamos revelándonos todo el tiempo.

A quienes ejerciendo su derecho a la libre expresión y a la democracia del internet me han bombardeado en estos días, quiero contarles de una operación alquímica. El pasado domingo se me abrió una cuenta en el Banco de la Cordura Nacional. Por cada palabra maligna que alguien dirige, a mí se me depositan diez mil pesos, por cada frase para empequeñecerme, me depositan cien mil, por un mensaje vomitivo quinientos mil, por uno intimidante igual cantidad, por cada espectro de musarañas agazapadas en un párrafo un millón, por cada proyectil de odio diez millones. Con ese fondo erigiré una biblioteca pública en cada barrio de la capital y en cada municipio del país, que contendrá el súmmum de la literatura y del pensamiento. Debe quedar bien claro que sus puertas se mantendrán abiertas para todos ustedes.

Inherentes al ultraje a individuos o etnias o pueblos son las tretas para sustraerles humanidad a las víctimas. En épocas pasadas se dudó del alma de las mujeres, indígenas, negros… Para quienes se habían regalado el derecho a disponer de su vida era de crítica importancia decretar su animalidad, su carencia de alma. Esclavizarlos no ofendería a Dios. No habría culpa ni expiación ni menoscabo del rango social

Las pasiones son nuestro fuego. Seducen. Magnifican. Nos propulsan. Provocan placer, dilemas. Pueden impelernos a un extremo o al otro. Pero el fuego puede secar, quemar, reducir a ceniza algo de inmedible valor, quizás irrecuperable. Aprender a manejar el fuego fue un desafío para la naciente humanidad. Y lo logró. Y lo convirtió en un arte cotidiano. Pero no puede afirmarse lo mismo de otro tipo de fuego, ese que se acrecienta mientras consume a quien lo alberga en un caldo de ideas fijas.

El odio pare espejismos de solución a problemas que agranda. Ata la conciencia a sus dominios. La avidez de castigo que le es inherente eclipsa la facultad de comprensión. Sembrar odio es cebar y atizar sombras de por sí candentes. Arrastra hostilidades, discordias, confusión. Polariza. Aturde. Crispa. Desencadena demonios incontrolables.

Si en una sociedad el odio (un continente de sombra) se torna dominante y llega a tomar las riendas nadie saldrá ileso, nadie triunfante. La sombra exacerbada gozará su pantagruélico festín. Devorará vidas, acervo… Quienes las hayan alimentado, quienes las hayan tutelado, también sucumbirán en la vorágine. El siglo XX es penosamente rico en ejemplos. (Oportuno es recordar la obra El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde de R.L. Stevenson, ver la película La Ola del director Dennis Gansel).

Inherentes al ultraje a individuos o etnias o pueblos son las tretas para sustraerles humanidad a las víctimas. En épocas pasadas se dudó del alma de las mujeres, indígenas, negros… Para quienes se habían regalado el derecho a disponer de su vida era de crítica importancia decretar su animalidad, su carencia de alma. Esclavizarlos no ofendería a Dios. No habría culpa ni expiación ni menoscabo del rango social. Soldados de EE. UU. que combatieron en Vietnam explican por qué llamaban Gook a los vietnamitas. Un Gook no era un humano. Matar a un Gook no implicaba cargo de conciencia. Estos son los atajos del odio.

“El diablo es la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda”, dice un personaje de Humberto Eco.

2

Si nuestro corazón estuviese hecho de diamante sería bello, tanto que casi cegaría. Si nuestro corazón fuese de diamante duraría milenios. Pero, ¿quién se enternecería con su perfección?, ¿quién se conmovería con su eternidad? Los ruiseñores cantarían, pero no para nuestro deleite. El agua fluiría, pero no para acariciar los sueños.

Nuestro corazón podría haber estado recubierto de platino o de cromo o bien encapsulado en hueso, gracias a Dios su piel es más fina que la más fina de las sedas; sus tejidos los más delicados, los más íntimos. Haz de lazos comunicantes, simboliza la quintaesencia de lo que somos, el umbral del espíritu, “el horizonte de los sucesos” a escala humana.

La fiesta de la vida es sentir. Perder sensibilidad denota un glacial padecimiento.

La empatía es la piedra angular de lo que somos. Si esa piedra se correo con ácido sulfúrico o se cuartea a martillazos, igual nos sucederá a nosotros. De la empatía emana la capacidad de participar en el otro, de ponerse en sus zapatos. Si me estás haciendo el honor de leer estas líneas, haz memoria. ¿Qué sentimiento te estremeció cuando te lastimaron o se propusieron destrozar tu autoestima, aislarte? ¿Qué experimentaste cuando alguien tuvo el valor de enfrentarse a quien te hacía daño? ¿Qué emoción afloró en ti cuando saliste en defensa de una persona que era agredida o acosada?

Nadie es solo luz. Nadie es solo sombra. Las culturas, los relatos de los pueblos patentizan también sus luces, sus sombras, sus penumbras, sus singularidades. A cada generación le corresponde decidir qué fortifica, qué cambia, qué funda, qué mantiene a raya, qué explora. Hasta donde conocemos, solo los humanos son capaces de crear símbolos, lenguaje, pero su cualidad estelar estriba en cultivar los sentimientos, desarrollarlos. Meditar sus emociones. Sentir sus pensamientos.

Así como podemos criar y nutrir afectos, también somos capaces de impregnar de combustible hasta la lógica más primordial de la vida. Eso empavorece.

3

La bandera no es un látigo, sino el emblema de la dignidad, la valentía, la esperanza. Une. Invita a confraternizar con todos los pueblos del mundo. Está hecha de un lienzo para que ondee. Imposible concebirla de concreto.

Para concluir estos sencillos pensamientos, nada me parece más oportuno que la siguiente estrofa de La gloria del progreso (1874) de Salomé Ureña:

¡Oh, dichosas mil veces las naciones

cuyos nobles campeones,

deponiendo la espada vengadora

de la civil contienda asoladora,

anhelan de la paz en dulce calma

conquistar del saber la insigne palma!

Esa del genio inmarcesible gloria

es el laurel más santo,

es la sola victoria

que sin dolor registrará la historia

porque escrita no está con sangre y llanto.

Ángela Hernández Núñez 29 de diciembre 2018

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