Verano norteño | Mujerhoy.com

¡Bendito verano! Nos ponemos en marcha. Ya tengo todo metido en el coche, apretadito y optimizando el espacio.

¡Cuánto trasto, por Dios! ¿Necesitamos tanta cosa? Vamos, en ruta. Rumbo al norte. Iré despacio y pararé a cada poco para agua, pis… y lo que cuadre. Entre adivinanzas para entretener el camino, canciones infantiles, medio siestas de los peques y algún que otro peaje, tras unas cuantas curvas como procede en cualquier paraíso escondido, llegaré a casa. Mi casa, mi tierra que, por un momento, hará que el tiempo se detenga y los míos vivan la misma infancia que yo he vivido y que viven casi todos los fines de semana que podemos. Pero esta vez, el fin de semana no se acabará en domingo por la tarde. Se alargará igual que se acortan los días. Planes sencillos, pero llenos de significado.

Uno se agota casi más en estas fechas que en otras épocas del año.

Bajar a la plaza, volar en bici, pasear con amigos y primos y bailar en las verbenas de los barrios que estén de fiesta. Son cosas que hemos hecho todos o casi todos y que repetimos cada verano o momento libre que nos regala la vida. Lo cierto es que uno se agota casi más en estas fechas que en otras épocas del año. Por lo intenso de las vivencias y la ilusión que le ponemos a todo. No paramos de hacer planes, bocadillos, meriendas de fruta y entretenimiento para los inagotables pequeños de la casa, que siempre quieren más. ¡A veces me pregunto de dónde sacan tanta energía! Madre, padre lo sabes, pero te lo recuerdo –y si no lo sabías, ahora es el momento de enterarte–: si pensabas que el verano era para descansar, creo que mereces una aclaración, con niños no es así. La cabeza descansa, eso sí, y el móvil con su embaucadora y a ratos absurda e innecesaria conexión al mundo, se queda abandonado en el fondo del bolso sin que te acuerdes de que existe, como un submarino de guerra que un día fue clave para espiarlo todo. Se acabó mirar la vida ajena, los mensajes o llamadas que anegan instantes preciados. ¡Eso es gloria! Pero el cuerpo no para. Al menos, el mío. Me doy mis homenajes particulares y privados.

Esos que necesito y sin los que no concibo la felicidad plena. Aprovecho para subir montes, correr senderos —bidegorri lo llamamos— y beber de las fuentes en los caminos de barrios con nombres topónimos que me enamoran. Perduran ahí, con sus ermitas y bancos de piedra arenisca llena de musgo o caliza erosionada. Y, una vez más, entiendo por qué soy como soy y por qué estoy ligada a la tierra como a nada. Las huertas regalan tomates y pimientos y los campos descansan un poco con el maíz que se recoge.

No es un spa de lujo en un hotel de ensueño. Es algo mucho mejor.

Es momento de atrapar ranas en el río y grillos cuando cae el esquivo sol. Si puedo, ‘suelto a la infantería’ por las campas frescas del norte y disfruto con el alboroto que se crea hasta que llega la puesta de sol. Un café con hielo y una charla mirando al horizonte, donde se cuela alguna que otra hortensia. Huele rico junto al mar o la hierba recién cortada, esa que se amontona para el invierno. Las ovejas pastan a gusto ya esquiladas y las vacas se tumban a la sombra. No hay chiringuitos ni chill outs. Ni flotadores gigantes con forma de pelícanos que están tan de moda. No. No son playas exóticas ni cruceros de lujo. Es costa mirando al Cantábrico, es fresco casi todo el día. Incluso, lluvia. No es un spa de lujo en un hotel de ensueño. Es algo mucho mejor. Es despertarme sin prisas. Es una siesta interrumpida por un beso furtivo en la frente y olor a higos y pastel. Y tantas otras cosas… Todo esto a mí me convence. Aunque sean días de frenética experiencia diaria, siento que, por fin, hago lo que quiero. Eso son vacaciones para mi cabeza y mi alma, atrapadas por el reloj y la inmediatez. 

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