Todos somos iguales

José Rafael Sosa

Especial/Caribbean Digital

La obra Todos somos iguales en versión de la compañía de  Alta Escena, probablemente la única con 39 años de existencia desde su primera función El León de Invierno (James Coldman), en 1974 – un año más tarde de haberse fundado el Teatro Nacional,  permite disfrutar de un texto dramático de Paul Zinder,  norteamericano  con una belleza literaria y valores humanos  universales, permite disfrutar de  un concierto cuatro actuaciones femeninas, dignas de ser recordadas y aplaudidas.obra

Esta obra fue seleccionada para el programa de apertura del Teatro Nacional, hace 40 años, en el Festival de Apertura en 1973, dirigida por Niní Germán, con las actuaciones de la mexicana Carmen Montejo e Ilka Tanya Payán, quien vino desde Estados Unidos, además de Áurea Juliao  y Mayra Santiago, quien ahora hace uno de los personajes incidentales en video.

Al teatro se viene a vivir otras vidas, a experimentar acontecimientos que han cursado tan solo en la imaginación o la cotidianidad de quien concibe el libreto, pero pocas veces  un texto logra embrujar desde el inicio, como lo hace Paúl Zinder, novelista y guionista norteamericano, Premio Pulitzer por este texto de enorme valor emancipador y universal. Se está en presencia de una de las muestras mejores de la buena literatura norteamericana por lo que no resulta casualidad que el Centro Franklin, de la Embajada de Estados Unidos, haya dado seguimiento (ejemplo que debía servir para muchas otras delegaciones diplomáticas) para apoyar su creación literaria por la vía  viva y dramática de las tablas y las candilejas, de los escenarios y las actuaciones que enternecen la vida o desgarran el alma.  Zinder fijó con claridad que su público era la juventud, a la que llegó, mediante aventuras y fantasías, para promover valores de igualdad y justicia.

Todos somos iguales (titulo menos hermoso que  El Efecto de los Rayos Gamma sobre las Margaritas),  atrapa la platea desde sus primeras líneas por medio de una confesión en torno a una palabra tan escasamente poética como «Átomo». El teatro ha vuelto  a triunfar con esa capacidad de hacer vivir otras vidas y de sentir el la piel  propia, sensaciones que convocan a niveles elevados de convivencia humana.

En el drama, que fue llevado a las pantallas en el 2003 dirigido por Paúl Newman, pero sin el éxito que ha tenido en teatro, debido a cambios en el texto para la adaptación. Aquí se   ofrece un universo de cuatro  personajes femeninos de distintas generaciones, es la validez del amor y la justicia radicada cuando terminan el discrimen y las etiquetas que nos colocamos, unos contra otros.

Actuaciones

En este montaje, que se presenta estos dos fines de semana en Sala Ravelo,  del Teatro Nacional bajo la dirección de Bienvenido Miranda,  se disfruta de un cuarteto de interpretaciones que desde caracterizaciones distintas, dan la idea de los buenos caminos del teatro actual.

Amarilis Rodríguez, (Señorita Beatrice Clark), hace de esa madre opresiva y castradora, dominante, insidiosa y prejuiciada tanto frente a la vejez como a la juventud. Se entrega a una interpretación fuerte que edulcora con parlamentos en tonos de humor negro. El acento que imprime al personaje habla de la capacidad de una carrera que aun no ha sido reconocida en su país.

Kariña Ubiñas (Nanny) una artista de extremado bajo perfil, inconsecuente con la calidad interpretativa que es capaz de lograr haciendo una anciana que no pronuncia una sola palabra, apelando a la gestualidad, al movimiento lento, a la viva expresión de su rostro. Simplemente adorable. Es un talento que ha optado teatral por la producción, por el trabajo que no se ve, pero que debería estar con más frecuencia ante las candilejas. La dulzura y la ironía que deja expresar desde sus silencios, es algo digno como para volver a verla una y otra vez.

Olga Valdez (Matilda, Tillie) conquista el corazón del público por la sincera candidez de sus sentimientos, y que a fuerza expresiva, se transforma en el mejor hijo conductual de toda la trama, portando ese cariz de inocencia y esa óptica casi infantil que se transforma en guía de buena convivencia.

Giamilka Román (Ruht), el suyo es uno de los personajes de mayor dificultar para interpretar. Esa personalidad alocada, de hablar precipitado, de gestos rápidos, de gritos e imprecaciones, para que lleguen con la fuerza  teatral necesaria, sin deslucir la personalidad de su personaje y, consecuentemente, no ser aceptado por la simplicidad ridícula de un papel perdido en sus orientaciones, es una tarea interpretativa formidable.

Lo técnico

La escenografía  de Miranda,  realizada por Carlos Ortega, aprovecha es amigable y digna y retrata el ambiente de esa casita de clase media baja norteamericana. Warde Brea logra un maquillaje adecuado y el diseño de luces contribuye bastante con los contrastes que demanda el montaje.