¿Los hombres tienen más ganas de sexo que las mujeres?

En esto de enfrentarnos, hombres y mujeres somos unos auténticos virtuosos. Así, reforzando el “buen rollo” de género, dice el tópico que los hombres siempre tienen más ganas de sexo que las mujeres. Una afirmación tan boba como decir que los hombres tienen siempre más sed que las mujeres. La diferencia, por cuestiones de la construcción cultural del deseo que abordaremos en este artículo y que pueden variar en el tiempo, no estriba en la cantidad, sino en la calidad.

En el deseo sexual, el hombre es un animal que bebe agua y la mujer un animal que bebe té. El deseo femenino, por las represiones y persecuciones que ha vivido, se muestra por lo general más tímido y complejo en su construcción, menos asequible en su activación. Y como el té, necesita más ceremonia y se enfría con mayor facilidad. Eso hace que se apoye mucho más en el relato y en las correspondencias simbólicas para activarse (suele necesitar una tetera y que el agua se caliente) que el del hombre, que es, por lo general, mucho más inmediato y directo (basta con abrir el grifo).

También notamos diferencias en ese plano de sustento del deseo que es el imaginario erótico. Mientras algunos creen que nosotras somos unas cándidas enamoradizas en nuestro imaginario erótico, lo cierto es que, en cuestión de transgresiones, andamos a la par. Sucede que, en el hombre, las sordideces se manifiestan muy cercanas al deseo erótico, mientras que en nosotras están un escalón por abajo del plano de conciencia, en la fantasía y, por lo tanto, más reprimidas y vigiladas por nuestro propio psiquismo, con lo que suelen costarles más llegar al deseo y, por consecuencia, al acto. Además somos más pacatas, por esa represión, en el decir, pero nunca en el imaginar.

¿Por qué se ha consolidado este tópico?

Básicamente, por argumentos de corte filogenético, del tipo que el hombre es el activo “donante” y la mujer la pasiva “receptora”; lo de la semillita masculina, que se reparte a destajo, y la candorosa y selectiva flor que selecciona qué semillita es más oportuna… Vamos, un cuento como el de la Cenicienta, en versión porno/apicultora, para que concilien el sueño los niños o los maridos celosos. Como si a los hombres del siglo XXI les diera igual intentar embarazar a cualquiera, siempre que se pueda hacer serialmente, y todos se sintieran igual de atraídos por Bar Refaeli que por “la niña de Shrek”.

Si a ese argumento le añadimos el paradigma biológico construido sobre la testosterona, ya tenemos la tontería armada… Y condicionamos a los hombres a parecer siempre sabuesos en celo y a las mujeres a refugiarnos detrás de la puerta y solo mostrar la patita cuando estamos seguras que no es el lobo hambriento quien llama.

El modelo masculino de sexualidad no ayuda

Pero estos dos goznes de sustentación del tópico olvidan varias cosas. Por ejemplo, la cultura. El modelo normativo que tenemos de nuestra sexualidad es marcadamente masculino: ideado, construido y puesto en práctica, sobre todo, por y para los hombres. En él priman las prácticas de interacción sexual que más satisfacen al varón y que valorizan su vigor sexual (su deseo), en correspondencia con una resignada aceptación deseante de la mujer… Y ya sabemos: si la alimentación mundial se basara en el alpiste, los que más comerían serían los pájaros. Pero eso no implicaría que los pájaros tuvieran más hambre que los peces.

Y, sobre todo, el argumentario del tópico olvida otra cuestión cultural especialmente significativa. Se trata de un siniestro pensamiento que ha recorrido el mundo desde los orígenes de la humanidad; detrás de cualquier problema, de cualquier conflicto doméstico o universal, siempre hay una mujer. Las mujeres y nuestro deseo sexual somos las culpables de todo lo que se tuerce en el mundo.

«Buscad a la mujer»

¿Que tú, querida lectora, no te sientes culpable? Déjame que te refresque la memoria. Basta recordar el planteamiento que el Génesis narra de la caída en desgracia de la humanidad: Eva y su deseo hacen incurrir a Adán en la desobediencia divina… Detrás de la pérdida del paraíso, nada más y nada menos, está una mujer y su deseo.

Para el pensamiento mitológico de los griegos, los males cayeron sobre la humanidad cuando Zeus, en venganza por un ardid de Prometeo para beneficiar a los humanos, encargó la construcción de una primera mujer mortal, Pandora. Ella es un “bello mal” que funda la estirpe de las mujeres que los hombres “abrazaran encantados”, sin saber que será el “más cruel azote para ellos”. Pandora, bella como una diosa, pero con un deseo caprichoso y casquivano, propagará, con su célebre cajita, la eterna desgracia de la condición humana.

Cualquier desgracia se ha atribuido a una mujer y a su deseo, a lo largo de la historia».

Valérie Tasso

Y Helena, la mujer que, con su deseo volátil, falta a sus requerimientos para con su esposo, Menelao, y provoca el mayor conflicto bélico de la antigüedad, la Guerra de Troya. Y Lady Macbeth, que siempre estará detrás de la muerte del rey. Y otras, otras y otras… de todos los tiempos y lugares, hasta configurar aquello que, en el siglo XIX, recogió Alejandro Dumas en una expresión: “Cherchez la femme” [literalmente, “Buscad a la mujer”]. Con esta sentencia, solemos referirnos a encontrar la causa primera de determinado problema (por ejemplo, un asesinato). Y eso implica estar convencidos de que, detrás de cualquier desgracia, siempre aparecen una mujer y su deseo.

Según ese principio, la mujer y sobre todo su deseo, resultan aterradores. Y no solo porque ese deseo femenino pueda activarse y sea llevado al acto. No. Resulta aterrador simplemente por estar ahí. Con semejante premisa, imagínense lo que hemos hecho las mujeres por limitar, bloquear y eliminar cualquier atisbo de deseo y cualquier modo de su expresión.

Para acabar con el tópico os propongo un experimento:

Si eres aficionada/o a la física recreativa, haz el siguiente experimento: coge dos botellines de cerveza y agítalos. Abre uno de ellos y, cuando la espuma riegue la cocina, responde a esta pregunta: ¿cuál de los dos botellines tenía más gas, el que acaba de estallar o el que sigue cerrado? Seguro que a más de una/o le parece, porque lo que ve, que es el que ha formado el estropicio, pero lo cierto es que, antes y después de agitarlos, los dos tenían el mismo gas. Lo único que pasa es que a uno se le ha dejado expresar su gasificación y al otro no.

Y como nos gusta más un conflicto entre hombres y mujeres que a un tonto un lápiz, si estas reflexiones cabrean a más de uno, que nadie se inquiete por la causa. Ya saben, “cherchez la femme”. La van a encontrar con facilidad en el encabezado del escrito…

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