Enrique de Dinamarca, de rabieta en rabieta hasta el final

Un escultor llevaba siete años trabajando en el sarcófago, compuesto por una urna de cristal y tres cabezas de elefante que la sujetaban. La idea, por supuesto, es discutible: ¿a quién le gustaría pudrirse en público y ante la vista de todos? Así que Enrique de Dinamarca ha dicho que no cuenten con él para meterse ahí dentro después de muerto y menos junto a su mujer.

Aunque el motivo parece que no ha sido el pudor post morten, sino su eterna y ya cansina queja: nunca se ha reconocido su papel. «La reina me toma por tonto. Si ella quiere que me sepulten a su lado, tiene que nombrarme rey consorte. Eso es todo», ha declarado. Y, como suele ocurrir con Enrique, se ha crecido en sus lamentos: «Mi esposa no me ha mostrado el respeto que una esposa ordinaria debe mostrar a su cónyuge».

La primera gran crisis estalló en 2002, cuando Enrique decidió refugiarse en un castillo del sur de Francia, su país, «para reflexionar sobre su vida». Lo más probable es que nadie se hubiera dado cuenta de su ausencia de no ser porque la hizo coincidir con la boda de Guillermo y Máxima de Holanda, a la que acudió la reina sola y desató mil rumores. Por si esto fuera poco, concedió una entrevista en la que decía sentirse «inútil y relegado». Y, peor todavía, su malestar de toda una vida en la sombra aumentó a medida que su hijo Federico adquiría cada vez más protagonismo y le eclipsaba también. «¿Por qué me menosprecian e intentan destruir mi autoestima?», se preguntaba en esa misma entrevista.

Verso libre

Las quejas volvieron a hacerse públicas en 2007. «A la mujer del rey se le da el título de reina, pero el marido de una reina no se convierte en rey al casarse», comentó a una revista francesa. Esta segunda vez ya no le hicieron tanto caso. Por la repetición y por algo aún más grave: a partir de la rajada de 2002, se sintió liberado y, este antiguo diplomático, empezó a meter la pata sin descanso. Casi como si quisiera imitar al gruñón Felipe de Edimburgo –marido de la reina Isabel de Inglaterra–, pero sin su gracia ni su enorme talento para ofender a todo el mundo con sus chistes.

Enrique, en cambio, recurrió a la poesía y, en 2005, publicó un libro que incluía estos sonrojantes versos: «Mi boca impaciente desea besar tus pechos de melocotón«. No solo eran cursis, sino que, además, resultaban embarazosos al estar dedicados a la mismísima reina. También su perra Evita le inspiró otra genialidad: «Eres mi propio perro estelar con patas como alas». Lástima que su imagen de amante de los animales se viniera abajo cuando confesó que había probado la carne de perro en Vietnam y que era uno de sus platos preferidos.

Hasta la sepultura

En otra ocasión se marcó un Michael Jackson al subir a uno de sus nietos en la barandilla de un balcón situado a siete metros de altura y en el funeral de un familiar de su mujer no silenció el móvil. A mitad de la ceremonia, alguien decidió llamarle y La Marsellesa, himno de su país, sonó para bochorno de todos en la catedral de Copenhague.

Y la lista sigue: en el 70 cumpleaños de su mujer, sacó la lengua a la prensa y les insultó, mientras que al 75 aniversario de su majestad, directamente, ni se presentó. Dijeron que estaba enfermo, pero le fotografiaron en Venecia y la imagen apareció en la prensa danesa.

A principios de 2016, a los 81, anunció que se jubilaba y, meses después, renunció al título de príncipe consorte para no tener que acompañar a su mujer a los actos oficiales. Seguro que toda la familia real suspiró aliviada: el patriarca, por fin, iba a dejar de darles disgustos. Pero no, parece que Enrique va a dar guerra incluso, después de muerto.

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